Siempre lo he admirado. También lo he odiado, como corresponde a toda buena hija a la que un padre inmenso no acogota, pero cada día lo admiro más. Y me temo que todavía estoy al principio. El domingo iré a misa. No porque crea o porque, después de tantas y tantas discusiones con él, su fe haya llamado a mi puerta. No he cambiado en este sentido, pero sí que siento que me ha ganado como nadie: como un dios.
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